miércoles, 30 de mayo de 2012

Con sólo dos palabras


¿Te has fijado, alguna mañana cualquiera de un día normal, en las caras de las personas que se cruzan en tu camino?

La mañana es el momento del día en el que todos nos conectamos, de nuevo, a nuestra realidad. Comienza una nueva jornada llena de misterios, oportunidades, desafíos, rutinas, deseos, aventuras, responsabilidades, miedos, ... Cada uno de nosotros vivirá una realidad diferente, ajustada a sus necesidades y particularidades.

Arrancar en las mañanas, a veces  cuesta. Abrimos los ojos y nos enfrentamos al día, como si éste fuera nuestro campo de batalla. Desayunamos, nos vestimos y preparamos para salir al mundo, a batallar. Son mañanas pesadas, fatigosas, grises,... Y nuestro rostro, espejo del alma, da fe de ello.

Este tipo de mañanas son las que, por mi afición de observadora, parecen abundar últimamente en nuestras ciudades, llenando las calles de rostros sombríos. Nadie se cruza con tu mirada: unos miran el reloj,  el suelo, otros teclean su móvil, algunos se cabrean por el tráfico,... Y, este abatido viento que viaja por las calles, resulta contagioso.

Noto que nadie parece darse cuenta que por encima de la altura de nuestros ojos está el cielo azul y el sol dispuesto a templar nuestras almas. También está la mirada amable de ese vecino, amigo, conocido o desconocido que, tras lograr entrelazarse con la nuestra, nos regala una amplia sonrisa y un "buenos días" - "buen día". Cuando este hecho acontece, en un instante nuestro semblante cambia. Devolvemos los buenos días y la sonrisa entregada.  Se transmuta algo en nuestro interior. Incorporamos dos nuevos colores a nuestra paleta de vibraciones desalentadas: sonrisa y amabilidad. Y este simple gesto  nos cambia la mañana, a quién lo da y a quién lo recibe.

Con sólo dos palabras ,"buenos días" o "buen día" y una sonrisa amable, alegramos la mirada de quienes se cruzan en nuestro camino.

Un abrazo,
Irene Montero González

Feliz Día de Canarias

Teror (Gran Canaria)

Fotografía de Irene Montero González

martes, 15 de mayo de 2012

Con la distancia justa

Hideo Kobayashi, un crítico de cultura, dice que la hoja de un árbol puede ocultar la luna. Si ponemos la hoja delante de nuestros ojos, está tan cerca que no podemos verla como es. Sin embargo, si la alejamos de nosotros, podemos verla tal como es. Eso mismo sucede con todas las cosas. Las montañas, los ríos, la luna, las nubes: todo se vuelve visible si nos quitamos la hoja de nuestros ojos.
Cuando se trata de cosas de  nuestra propia vida, también pueden estar demasiado cerca para que podamos verlas con perspectiva apropiada. [...] Pero si las vemos con la distancia justa, apreciamos el maravilloso paisaje que nos rodea. (Shundo Aoyama)

Dar tiempo al tiempo, dejar que las aguas vuelvan a su cauce, hacer que reposen las emociones,... es lo que Shundo Aoyama nos sugiere en este texto. Una verdad como un templo que, a pesar de ser tan cierta y haberla experimentado en diversas ocasiones en nuestra vida, nos olvidamos con más frecuencia de la deseada.

El tiempo lo cura todo, dicen. El tiempo, ese que nos saca de nuestras casillas y que siempre nos falta cuándo más lo requerimos, se convierte en nuestro mayor aliado ante el dolor y la adversidad. Porque, no es que lo cure todo, es que el tiempo nos imprime madurez, consciencia y sabiduría, tres ejes esenciales para lograr esa transformación interior e íntima que nos permitirá observar nuestras experiencias de vida desde otra perspectiva, desde otro sistema de referencia más saludable, enriquecedor y amoroso.

Un abrazo,
Irene Montero González.

domingo, 6 de mayo de 2012

Recordando a mi Madre


6 de mayo, Día de la Madre.

Regreso a casa después de haber pasado un día en familia, celebrando con mi segunda madre, hermanas y cuñado, este día tan especial. Ha sido una jornada entrañable y llena de sentimientos.

En mi camino de vuelta a casa me encuentro con ella. La llamaré "María", para preservar su intimidad. Está bajándose del taxi, ayudada por su sobrina, su fiel y amorosa sobrina. Nada más poner un pie en el asfalto y alzar su mirada para buscar las referencias de la acera, me mira. Y enseguida su cara se ilumina y me dedica una sonrisa amplia, como siempre. Yo me acerco a saludarla, nos besamos y nuestras manos se entrelazan, siguiendo al impulso del cariño.

María es una vecina, amiga de la familia, de toda la vida. Conoció a mi Madre, Josefina. La quiso mucho y sintió su  temprana partida, un 20 de abril de 1979.

Yo, que vivo en el edificio frente al suyo, solía coincidir muy habitualmente con María. Si nos encontrábamos en la calle, me daba un tierno beso, me preguntaba por la familia y siempre, siempre me decía estas simples palabras: "qué bonita estás, Irene". A mí, sus palabras me llegaban al alma y siempre, siempre, siempre las recibía como un mensaje celestial de mi madre hacia mí. En otras ocasiones, cuando iba a cruzar el semáforo que separa nuestras aceras y miraba hacia la ventana de su balcón, allí estaba María. Se afanaba en enviarme besos volados, uno, dos, tres,..., no se cansaba. Y yo, siempre, siempre, siempre los recibía como besos celestiales de mi madre hacia mí.

Ahora, con 79 años, María tiene alzheimer y su memoria la ha abandonado. Pero hoy, María me ha reconocido. Me ha dado un fuerte beso, me ha abrazado, me ha preguntado por la familia y me ha dicho "qué bonita estás".

La he tomado del brazo y, junto a su sobrina, las he acompañado hasta su casa. Al llegar al portal, me he despedido de ella: con un gesto tranquilo, le he dado dos cálidos besos y, cerrando mis ojos, la he abrazado, abrazando así a mi madre. Los ojos de María se han llenado de lágrimas, se han iluminado de emoción y nuestras almas, en un instante único y divino, se han unido como madre e hija.

Así es la vida de mágica. Un encuentro fortuito con María y mi alma conecta, de nuevo, con el recuerdo de mi madre.

Un abrazo,
Irene Montero González